Nadie debería hablar de “gasto social” si no de “inversión” social.
Todo el dinero que destinemos a lo social tiene un efecto preventivo; evita tensiones, conflictos, dolor, daños irreparables y genera efectos positivos que podemos apreciar dedicando una breve reflexión sobre el tema; con sensibilidad, empatía y visión a medio y largo plazo, y no cortoplacista como en ocasiones nos planteamos nuestros objetivos vitales.
Si todos deberíamos tratar de tener una perspectiva amplia, de largo alcance, más aún la política, y no limitarnos a los cuatro años de legislatura. Pero, aún así, lo podemos apreciar en múltiples aspectos:
Si invertimos en familia lograremos que pueda cumplir su transcendental misión para cada uno de sus miembros; facilitaremos la natalidad, la educación en los valores universales de nuestros hijos, que es la mejor protección que podemos darles; evitaremos el costosísimo proceso de envejecimiento en el que estamos inmersos; y podremos aprender a ser felices, que es un gran objetivo irrechazable que donde mejor se alcanza es precisamente en la familia.
Si invertimos en la infancia y la adolescencia a nivel mundial, evitaremos muertes prematuras, hambre, maltrato y degradación hasta límites insospechados y provocaremos muchas sonrisas, aunque sea llena de moscas, a título de inconsciente agradecimiento, como vemos en los medios de comunicación en tantos países pobres que con eufemismo bien intencionado llamamos: en vías de desarrollo.
Si invertimos en nuestros hijos lograremos, conocerlos, ganarnos su confianza y evitar reparar en que existen cuando a los doce años nos den el primer disgusto serio.
Ya lo decían Pitágoras y Víctor Hugo: “educa a los niños y no tendrás que castigar a los adultos” y “abre escuelas y cerrarás cárceles”.
Si invertimos en responsabilidad social corporativa o de empresa, lograremos un mejor clima laboral; un trabajo más agradable y comprometido; una mayor productividad y fidelización a los objetivos y la permanencia en la empresa; ese “salario emocional” del que todos hablamos y que es fácil ofrecer si nos lo planteamos con convicción.
Si invertimos en prevención, no tendremos que indemnizar por lo sucedido; no tendremos que consolar a quien se ve afligido por un suceso que no debería haberse producido.
Si invertimos socialmente lograremos evitar marginalidad, exclusión, desamparo y no tendremos que gastar, tarde y mal, en resocializar, en tratar de taponar la herida que tanto cuesta luego cicatrizar.
Si invertimos socialmente en el presente, no tendremos que añorar un pasado mejor ni lamentar un futuro peor.
Para éstos y otros muchos ejemplos pensemos y percibamos que lo destinado a lo social es siempre una inversión que produce satisfacción, evita sufrimiento y siempre tiene retorno económico compensatorio del esfuerzo. ¿No deberíamos sopesarlo más?
Pedro Núñez Morgades
Responsable Área del Menor de Legálitas